Etiopía es un país espectacular que, por desgracia, sigue siendo uno de los grandes desconocidos de África. Es, también, objeto de injustos estereotipos que hacen que muchos occidentales, al hablar de Etiopía, inmediatamente la asocien con una pobreza y hambruna crónicas, sin tener en cuenta que en ella se ha desarrollado una de las civilizaciones más importantes y antiguas de la humanidad (nada menos que 2.700 años). Aunque es verdad que la pobreza afecta a la gran mayoría de la población y las hambrunas asolan con frecuencia la zona oriental del país, Etiopía, la antigua Abisinia, es una tierra que se viste de un exuberante verde durante la estación lluviosa, donde se alzan las espectaculares estelas de Aksum, los majestuosos castillos de Gondar o las increíbles iglesias de Lalibela. Para ayudar a combatir los estigmas sobre este gran país, os invito a conocer Etiopía a través del relato de mi viaje por la llamada Ruta clásica, la cual empieza en Adís Abeba, pasando por Bahir Dar, Gondar, Aksum y Lalibela, para terminar en Harar.
Todo viajero que llega a Etiopía en avión lo que primero que conoce es el aeropuerto de Bole, una infraestructura en proceso de ampliación. Tras el preceptivo pago del visado (50$), accesible tras una larga cola, se pasa a un gran hall donde una multitud de personas, representantes de hoteles y taxis particulares, están esperando a los turistas. Hay que tener cuidado, ya que por ser farenji (blanco) te intentarán cobrar de más, aunque, por fortuna, siempre podemos recurrir al viejo arte del regateo. La primera lección que enseña Etiopía es que hay que regatear por cualquier cosa que vayas a pagar, lo cual requiere tiempo y, sobre todo, paciencia.
Nuestro hotel se ubica en una de las principales arterias de la ciudad, la avenida Churchill. Lo elegimos porque, además de ser moderno, nos convenció su posición relativamente céntrica. Y digo “relativamente” porque los principales puntos de interés de la capital etíope se encuentran a mucha distancia entre sí. Aunque la población oficial de la ciudad se estableció en algo más de 3.000.000, se estima que en realidad puede superar ampliamente los 6.000.000, algo más creíble para un país que está cerca de sobrepasar la cifra de los 100.000.000 de habitantes, superando a Egipto como segunda nación más poblada de África, tras Nigeria.
El problema para el turista occidental es cómo desplazarse en una ciudad tan grande en la que el metro ligero son sólo dos líneas y las redes de autobuses no cuentan ni con mapas ni paradas señalizadas. La primera opción es obvia: hay que caminar. Recorrer la ciudad andando es toda una experiencia en la que se puede apreciar la realidad etíope. A pesar de que Etiopía sigue siendo uno de los países más pobres del mundo, sorprende que la tasa de criminalidad de Addis sea de las más bajas del continente africano, por lo que cualquier turista puede sentirse seguro al recorrer sus calles. Sin embargo, conviene no despistarse demasiado y mantener la cartera a buen recaudo.
Una cuestión que hay que tener en cuenta al caminar por las calles de cualquier ciudad etíope es que un blanco resulta tremendamente llamativo. Muchas veces se te puede acercar gente pidiendo dinero, aunque muchos simplemente quieren saludarte en inglés y preguntarte de dónde vienes y si te gusta el país. Una de las mejores experiencias a este respecto la tuvimos con un artista llamado Abeba, quien nos invitó a tomar un café –excelente, por otro lado- y nos habló de su reciente exposición de cuadros, que no pudimos visitar. Pese a todo, hay momentos en que la gente puede resultar agobiante, por lo que lo mejor es pasar de largo sin prestar atención.
En cualquier caso, conviene ser cuidadoso, ya que hay personas sin escrúpulos que se ofrecerán a guiarte por la ciudad “voluntariamente”. Estos autodenominados guías, además de no ser oficiales, al finalizar sus servicios te pedirán cantidades excesivas de dinero, pudiendo producirse situaciones muy desagradables. También es frecuente que muchos niños se acerquen pidiéndote que les hagas una foto a cambio de dinero, galletas, bolígrafos e incluso caramelos. El gobierno pide a los turistas que no les den nada, ya que fomentan que los menores abandonen tempranamente la escuela para dedicarse a la mendicidad.
Otras opciones son emplear los autobuses urbanos de color amarillo, aunque casi siempre se desaconseja porque los frecuentan los carteristas y es difícil hacerse una idea de hacia dónde van, y, sobre todo, los minibuses. En su mayoría vehículos de una edad más que respetable, resulta un espectáculo montarse en uno de ellos. Recorren la ciudad en rutas fijas de un punto concreto a otro (por ejemplo, de Mexico Square a Arat Kilo). El destino del minibús lo grita uno de los empleados sacando medio cuerpo por la ventanilla, atrayendo la atención de posibles clientes. Merece la pena montarse en uno porque generalmente son muy baratos (menos de 20 birr) y compartiremos asiento con una gran variedad de personas. La última opción es el taxi, pero hay que tener en cuenta que hay que negociar el precio antes de subir.
Plaza de Menelik II y Piazza
Pero ahora volvamos al viaje en sí. Por la posición de nuestro hotel, la primera parte de la ciudad que conocimos fue la plaza de Menelik II y sus alrededores, el barrio de Piazza.
La primera sensación que da la ciudad es la de estar a medio construir. Hay cientos de edificios a medio construir, las aceras, si las hay, están en mal estado, y no es extraño encontrarse pilas de basura o escombros. Cientos de mendigos pululan por las calles mezclados con pulcros hombres de negocios, y en cualquier punto de la calle puedes encontrarte puestos de los más variopintos productos. Pese a que no es la ciudad más monumental que hemos visitado –más bien al contrario-, Addis tiene un ambiente que la hace muy agradable.
La plaza de Menelik la preside la estatua ecuestre de dicho emperador. Fue especialmente célebre por derrotar en 1896 a los italianos en la batalla de Adua, librando a Etiopía de ser colonizada. Justo enfrente, formando un eje monumental, se encuentra la catedral de San Jorge, construida por el emperador para celebrar su victoria, eligiendo para su construcción, irónicamente, a un arquitecto italiano. Aunque desde el punto de vista artístico el templo no tiene gran cosa de particular, está en el medio de un bosquecillo muy tranquilo, por lo que resulta una buena opción para descansar durante unos minutos del ajetreo de la ciudad.
Cerca de allí se localiza el ayuntamiento de la ciudad, construido a comienzos de los 60 por orden del emperador Haile Selassie, quien quería convertir a la ciudad en una verdadera capital dotándola de edificios monumentales y modernos. Esto se debe a que durante buena parte del siglo XX, la ciudad parecía más bien un campamento que la capital de un imperio. Fundada en 1886 por la emperatriz Tatytu Beitul, esposa de Menelik II, por la presencia de unos manantiales medicinales, alrededor del monte donde se ubicó el primer ghebbi o palacio pronto empezaron a aparecer, sin orden ni concierto, todo tipo de viviendas de cortesanos y de gente del pueblo llano. Para satisfacer las necesidades de madera de la naciente ciudad, el emperador ordenó plantar un cinturón de bosque de eucaliptos, el cual todavía hoy existe. Los pocos monumentos existentes se hallaban desparramados por una vasta área, separados entre sí por una maraña de barrios residenciales, sin que existieran grandes avenidas hasta que durante la ocupación italiana se creó el primer plan de regulación de la ciudad.
Piazza fue, precisamente, una zona regulada por los italianos a partir de construcciones más antiguas para crear un nuevo centro urbano. Aún perviven muchas construcciones de comienzos del siglo XX de estilo colonial, decrépitas en su mayoría, junto con algunos edificios de estilo racionalista construidos durante la etapa de ocupación italiana. Una de ellas es el hotel Taytu, el primero que se abrió en el país (1898) y que hace unos meses fue pasto de las llamas, aunque se ha restaurado con rapidez.
El centro: Meskel Square
Bajando por la Churchill Avenue se llega hasta el centro de la ciudad, donde se observan los efectos del boom económico que está experimentando el país: nuevos rascacielos y edificios a medio terminar se elevan sobre una jungla urbana donde los viejos taxis Lada blancos y azules circulan por unas calles congestionadas hasta el extremo. Algo que llama la atención del turista es la antigüedad de la mayoría de los vehículos; esto se debe a que comprar un coche nuevo en Etiopía resulta prohibitivo por los impuestos especiales que cobra el gobierno. Como consecuencia, la contaminación en el centro hace que el aire sea casi irrespirable.
En la misma Churchill Avenue encontramos el monumento al Tiglachin (Nuestra lucha), construido por el sanguinario dictador comunista Mengistu Hailemariam, derrocado en 1991 tras una cruenta guerra civil. Conmemora la victoria etíope en la guerra contra Somalia (1977-1978). Continuando por la misma calle, llegamos al monumento al León de Judá, rodeado por edificios a medio construir. Al fondo, modesta, se encuentra la vieja estación de tren, hoy abandonada tras el cierre en 2008 de la única línea de tren del país.
Cerca de la estación se halla la plaza de Meskel (de la cruz), considerada el centro geográfico de la ciudad. En su lado sur, adaptados a la suave pendiente, encontramos unos andenes semicirculares donde no es raro ver a jóvenes entrenando en la pasión nacional: el atletismo. Hoy en día la plaza va adoptando un aire más moderno gracias al paso elevado del metro ligero y a los rascacielos que empiezan a dominar el horizonte. En el lado norte de la plaza comienza la avenida de Menelik II, la cual conduce al antiguo ghebbi o palacio imperial, hoy cerrado al público por ser la residencia del primer ministro. También en ella están el palacio de Haile Selassie, residencia del presidente, y el anterior parlamento de la Unión Africana, recientemente sustituido por un moderno rascacielos ubicado al sur de la ciudad. En esta zona hay que tener cuidado y no tomar fotos de los edificios oficiales, ya que está estrictamente prohibido.
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