El 6 de junio de 1882 se libraba en los campos de Embabo (????, Horo Guduru, Oromia) la batalla entre las tropas de los reyes Menelik II de Shewa (Šäwa) y Täklä Haymanot de Gojjam (Go??am), en la que salieron victoriosas las tropas del primero. Se calcula que un quinto de las tropas de Gojjam murieron durante el combate, e incluso Täklä Haymanot fue apresado por las tropas shewanas.
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Última actualización: el gobierno etíope declaró el 8 de octubre el estado de emergencia, que estará en vigor seis meses.
Ya hablé hace un par de meses de cómo la situación política en Etiopía está entrando en una peligrosa espiral de violencia. Lamentablemente, desde que escribí esa entrada hasta el día de hoy, la situación, en vez de mejorar, ha empeorado notablemente. Aunque la mayoría de las protestas están ocurriendo en el estado federal de Oromia, también se han extendido a otros vecinos, principalmente en el de Amhara. Por eso, en lugar de protestas oromo prefiero hablar de protestas civiles, ya que han dejado de ser exclusivas de un grupo étnico.
La raíz del poder tigriña, o cómo el 6% manda al 94% restante
Durante la guerra civil que llevó a la caída del Derg en 1991, la milicia del TPLF (Frente de Liberación del Pueblo Tigriña) fue la que llevó la voz cantante en las operaciones militares, especialmente tras la batalla de Indesellasie (Shire), en 1989. El TPFL está integrado en el EPRDF, un partido compuesto por otras organizaciones de base étnica amhara y oromo, y que desde 1991 es quien lleva las riendas del país. En cualquier caso, en él son los tigriñas quienes mandan.
Aunque en 1995 se aprobó una constitución modélica que convertía a Etiopía en un estado federal dividido en estados regionales de base étnica, pronto el gobierno del primer ministro Meles Zenawi, el nuevo hombre fuerte del país, comenzó a restringir la democracia. La oposición fue cada vez perdiendo más escaños en el parlamento de la nación, hasta el punto de que en 2015 el EPRDF ganó 500 de los 547 diputados de la cámara. Las acusaciones de fraude y las protestas no lograron cambiar ni un ápice del descarado resultado.
La hora de Oromia
Tras la muerte del carismático Meles Zenawi, en 2012, le sucede Hailemaryam Desalegn, de la etnia wolayta. Aunque tanto el presidente -un oromo- como el primer ministro no son tigriñas, lo cierto es que la mayor parte de los altos cargos de la administración pertenecen a esta etnia, lo que provoca no pocas tiranteces entre los otros grupos del país, especialmente en los oromos, que son el 35% de una población de 100.000.000 de habitantes. Los oromo aseveran estar infrarrepresentados tanto a nivel gubernamental como a nivel del reparto del presupuesto nacional.
Si a esto le añadimos que el crecimiento económico etíope está siendo espectacular, con cifras anuales por encima del 10% anual, cabe preguntarse hasta qué punto existe un reparto económico justo. Y la respuesta es que no lo hay. Las propias medidas de control de la economía que se ejercen desde el gobierno dificultan la más que necesaria liberalización económica, a la que hay que sumar la existencia de una red clientelar de personas afines al gobierno que son quienes controlan los grandes sectores económicos. Por poner un ejemplo, la tasa impositiva por la compra de un vehículo nuevo en Etiopía alcanza tales precios que lo vuelven prohibitivo para la inmensa mayoría de la población. De ahí que el parque automovilístico del país sea increíblemente viejo.
La bonanza económica ha facilitado la aparición de una nueva clase media urbana y rural. Las universidades creadas en los últimos años albergan a 700.000 estudiantes y han egresado a 500.000 titulados. Existen 46.000.000 de teléfonos móviles y 13.000.000 de etíopes tienen conexión a internet. Nos encontramos, pues, ante un grupo social que comprende los problemas sociales y exige cambios.
Como podemos ver, el caldo de cultivo ideal para las protestas está servido: dictadura, discriminación, corrupción política, gestión económica ineficiente y así un largo etcétera.
Feyisa Lilesa y el símbolo de una lucha
Habrá que esperar a los Juegos Olímpicos de Río para que la crisis etíope comience a interesar a la mayoría de los medios de comunicación internacionales. En la maratón olímpica , el atleta oromo Feyisa Lilesa, segundo en la prueba, cruza la línea de meta con los brazos cruzados por encima de su cabeza. El gesto, utilizado durante las protestas oromo, supuso un buen altavoz para unas protestas hasta entonces ignoradas por la prensa. El atleta rehusó volver a Etiopía por miedo a posibles represalias.
El 3 de septiembre, un incendio en la cárcel de alta seguridad de Qilinto, en Addis Abeba, mató a 23 personas, siempre según fuentes del gobierno. El lugar es famoso como centro de detención de presos políticos.
Muchos de los manifestantes señalan a la etnia tigriña, la dominante en el gobierno de la nación, como la responsable de las matanzas. Lamentablemente, esto ha provocado que muchos tigriñas hayan sido atacados en septiembre en el estado regional de Amhara, haciendo que muchos tuvieran que huir de Gondar a Sudán.
Avalancha mortal en Bishoftu
El 2 de octubre, la ciudad de Bishoftu (Debre Zeyit), a 40 kilómetros al sur de Addis Abeba, acogió la celebración del festival religioso del Irreecha, en el que los oromo agradecen a su deidad suprema, Waaqa, los bienes obtenidos. Lo que estaba siendo una jornada festiva se transformó pronto en una protesta política, ya que algunos participantes empezaron a ondear banderas del OLF (Oromo Liberation Front, un partido nacionalista considerado terrorista por Addis Abeba) y a gritar consignas contra el gobierno. A fin de dispersar la multitud, la policía comenzó a lanzar pelotas de goma y realizar disparos al aire, provocando que la gente se asustase formando una estampida que provocó 55 muertos.
Desde ese día, las protestas no han cesado, a pesar de que Addis Abeba declarase tres días de luto oficial. Algunos de los medios partidarios del gobierno han realizado acusaciones tan delirantes como que las protestas están respaldadas por Egipto, país con el que Etiopía mantiene tensas relaciones diplomáticas por el asunto de las aguas del Nilo, y Eritrea, cuya hostilidad hacia Etiopía es más que patente.
El 5 de octubre se supo que el gobierno había ordenado la detención del periodista Seyoum Teshome, conocido crítico del modo de actuación de la policía durante las protestas. Etiopía se ha convertido en uno de los países más opresivos con el periodismo. En esa misma fecha, saltó a la luz la muerte de una investigadora estadounidense, apedreada en su vehículo cuando transitaba por las afueras de la capital. Un hecho inusual que se ha querido vincular con la inseguridad creciente que vive el país.
¿Y ahora, qué va a pasar?
Mientras tanto, el gobierno etíope sigue a lo suyo. En lugar de abrirse a la posibilidad de comenzar una vía aperturista e implementar reformas que lleven hacia un sistema plenamente democrático, realiza cambios en los altos cargos más destinados a maquillar el supuesto nuevo reparto étnico del poder que a suponer una verdadera apertura política. El más reciente, el nombramiento de nuevos miembros de la cúpula militar, en el que los generales tigriñas pasarán de ser mayoría a cuatro de un total de doce.
Aunque las movilizaciones populares están poniendo al gobierno etíope muy nervioso, éste aún tiene la sartén por el mango. La mayor parte de las fuerzas de seguridad le son fieles, principalmente porque ven bien los logros económicos obtenidos hasta la fecha. El mayor problema consiste, a mi juicio, en que la situación se vuelva crónica y, cada dos por tres, hablemos de centenares de muertos en protestas. Eso por no hablar de un riesgo de guerra civil interétnica, algo que ya algunos miembros de la oposición han sugerido. El gobierno ha de dar su brazo a torcer y comenzar un proceso de diálogo político que permita los cambios sociales y económicos que la mayoría de los etíopes ansían. Tal y como gritan los que salen a la calle a protestar, matar no es la respuesta a nuestras quejas.
Desde hace nueve meses, una serie de manifestaciones y protestas sacuden a la sociedad etíope, que en algunos casos han sido brutalmente reprimidas por el gobierno. A día de hoy, y sin la posibilidad de que ningún organismo gubernamental lo confirme, se habla de que la violencia de la policía contra los manifestantes se habría cobrado la vida de 400 personas. La información llega con cuentagotas a través de medios internacionales como Al Jazeera o la BBC, que tienen serios problemas a la hora de verificar las cifras de muertos y detenidos. A través de las redes sociales, que el gobierno intenta bloquear, se filtran espantosas fotografías y vídeos que muestran la brutalidad policial. Pero, ¿qué es lo que está pasando? ¿Por qué protestan los etíopes?
Los orígenes: Oromia
Todo comenzó a finales de 2015 cuando el gobierno etíope planteó la expansión del territorio autónomo de la capital, Addis Abeba, a costa de Oromia, estado regional que la rodea completamente. Los estudiantes universitarios de distintos campus de la región se rebelaron contra lo que creyeron era un nuevo ataque del ejecutivo, dirigido por los tigriña, contra los oromo, el mayor grupo étnico del país.
Los oromo han sido tradicionalmente marginados por la administración central etíope. Considerados advenedizos -no se asentaron en Etiopía hasta el siglo XVII, cuando llegaron en una migración masiva aprovechando la debilidad del Imperio Etíope-, siempre han sido despreciados por los amhara y los tigriña, que les dieron el nombre despectivos de gallas. Hasta la creación de la República Federal, su lengua, la que más hablantes nativos tiene de todo el país, estaba prohibida. A pesar de la creación de un estado federal propio en 1995, los oromo han seguido sufriendo discriminación racial, además de encarcelaciones arbitrarias y represión policial.
Finalmente, y tras 140 muertos por la represión, en enero de este año el gobierno etíope decidió paralizar el proyecto de expansión de la capital. Sin embargo, fue demasiado tarde porque estas primeras protestas abrieron la puerta a otras en las que se exigía la liberación de los presos políticos, el respeto a la diversidad étnica del país, mayor liberalización de la economía y la implementación de una verdadera democracia.
El turno de los amhara
Por si la situación fuese poco mala para el gobierno, a las protestas oromo se les han sumado recientemente las de los amhara. Este grupo étnico, el segundo en número del país, fue el dominante en toda Etiopía desde el establecimiento de la dinastía salomónida, en 1270, hasta el colapso del Derg en 1991. A mediados de julio, en la antigua capital imperial, Gondar, comenzaron una serie de protestas encabezadas por los welkait y los amhara contra el gobierno etíope que acabaron en un baño de sangre en el que murieron 10 civiles. Los disturbios se extendieron a otras poblaciones de Amhara, tomando un cariz de violencia interétnica, ya que en algunos casos se atacó a personas de etnia tigriña.
Durante los días 6 y 7 de agosto, numerosas ciudades de todo el país albergaron manifestaciones exigiendo el fin de la represión y mayores libertades. Aunque muchas de ellas transcurrieron sin incidentes, en Addis Abeba sí que se registraron escenas de violencia policial. En las manifestaciones de Bahir Dar (Amhara) se rumorea que pudo haber varios muertos, pero es difícil confirmarlo debido a la censura. La oposición habla de 33 muertos y decenas de detenidos entre todas las manifestaciones del pasado fin de semana.
El gobierno etíope, en la encrucijada
Tal y como se presenta la situación, el Primer Ministro Hailemariam Desalegn tiene que decidir entre aumentar la represión -con todas las consecuencias que puede acarrear esto- o iniciar un proceso de apertura política y concesión de libertades. El régimen de partido único del FDRPE, que alardea de sus logros macroeconómicos, tiene que enfrentarse al descontento de una gran parte de la población, tremendamente empobrecida, que no ve que su situación mejore.
Asimismo, han surgido voces críticas entre figura de importancia. El veterano general Tsadkan Gebretensae, antiguo jefe del estado mayor del ejército, dirigió al gobierno una carta abierta en la que propone una hoja de ruta para la salida de la mayor crisis política que vive el país desde la Guerra Civil. En ella, además de exponer el fracaso gubernamental (corrupción, proyectos faraónicos de dudoso éxito, falta de democracia, exceso de control en la economía), alerta del riesgo de desintegración nacional que puede ocurrir si la situación de crisis se vuelve crónica, al tiempo que recomienda unas elecciones libres multipartidistas como primera medida para alcanzar una solución pacífica que satisfaga a todos.
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