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El mercado de Zagah Uga. Al fondo, la puerta de Asma’adin.

A cualquier etíope que se le pregunte sobre cuál es la ciudad musulmana más importante del país, responderá sin titubear que Harar. Entre los siglos XV y XVI fue la capital indiscutible del islam en el Cuerno de África, ya que era un centro de enseñanza islámico parangonable con Tombuctú. Su impresionante número de mezquitas y santuarios sufíes hace que sus habitantes aseguren que se trata de la cuarta ciudad más santa del islam.

Sin embargo, no es un enclave especialmente monumental. Comparada con otras grandes urbes clásicas musulmanas como El Cairo, Damasco o Marrakech, Harar sale mal parada. Pero quienes la han visitado insisten en que tiene algo que engancha: quizá sean sus coloridas callejuelas, los hermosos vestidos de las mujeres hararis, los mercadillos que ocupan las plazas principales o los numerosos santuarios sufíes que uno se puede encontrar en casi cada esquina. O puede que sea todo eso combinado lo que la hace tan especial.

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La carretera a Harar asciende por las montañas Ahmar.

Llegar a Harar no es precisamente sencillo. Alejada al este de la ruta tradicional, para llegar a ella hay que pasar casi necesariamente por Addis Abeba. Desde allí, hay varias opciones de viaje: o bien tomamos un autobús que, tras nueve horas y media de viaje nos deje en Harar, o bien tomar un avión o un tren hasta Dire Dawa y, desde allí, un breve recorrido de poco más de una hora en microbús hasta la ciudad amurallada. Nosotros optamos por el avión (50 minutos de vuelo) por ser la opción más rápida.

Dire Dawa, en pleno Rift, nos recibió con un calor aplatanante, lo propio de una ciudad que es la puerta de la tórrida depresión de Danakil. Segunda ciudad del país por población, apenas tiene cien años. A comienzos del siglo XX, la compañía francesa que construía el ferrocarril Addis-Yibuti quería que éste llegase a la vieja ciudad de Harar. Sin embargo, construir una vía que escalase los montes Ahmar desde el valle del Rift resultaba demasiado caro, por lo que en 1902 decidieron construir una nueva ciudad a 55 kilómetros de Harar, bautizándola como Addis Harar (Nueva Harar). Sin embargo, los somalíes preferían el nombre Dirir Dhabbe, camino de la guerra, que pronto se convirtió en el amhárico Dire Dawa, colina sin cultivar. Poco tiempo después, la nueva ciudad, conectada por tren con el mar, atrajo a muchos de los comerciantes hararis y a gente de todo el país, convirtiéndose en una de las más prósperas de Etiopía mientras la vieja Harar languidecía.

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La icónica Asma’adin Bari o Puerta de Shewa.

Llegamos, finalmente, a Harar, la última etapa de nuestro viaje. Al salir del recinto que hace las veces de estación de autobuses, lo primero que encontramos es la puerta de Asma’addin o de Shewa, que se ha convertido en el símbolo de la ciudad. Es una de las seis puertas que hoy horadan la vieja muralla harari, la única que se conserva en todo el país. En los alrededores de la puerta hay un bullicioso mercadillo callejero que penetra en la medina ocupando buena parte de la Zagah Uga, antiguamente una de las arterias principales de la ciudad. Debemos bajar por esta calle para llegar a la casa tradicional Rewda Wober, donde nos alojaremos. Encontrar algo aquí nunca es tarea fácil, pero los lugareños son amables y nos acompañan hasta la casa, que no cuenta con ningún cartel exterior. En cualquier caso, quienes deseen una buena guía de la ciudad les recomiendo que adquieran la publicada en inglés por Arada Books, con buenos planos y las ubicaciones exactas de los puntos de interés, que en ocasiones se hallan ocultos en patios interiores.

Como he dicho antes, Harar es la principal ciudad musulmana del país, no tanto por su tamaño como por su significado histórico y cultural. Entre sus peculiaridades destaca tener su propia lengua, el harari, cuyo uso se limita a la ciudad y a algunas aldeas de alrededor. Harar empezó a ser importante en el siglo XIV, cuando todas las caravanas que unían el Macizo Etíope con el puerto de Zeila, en el Mar Rojo, paraban aquí. Ya en el siglo XVI era la principal urbe del sultanato de Adal, convirtiéndose en su capital cuando Ahmad Graññ, el imán zurdo, comenzó en 1529 su larga yihad de conquista contra el imperio etíope. Y a punto estuvo de ganar cuando, en 1541, 400 mosqueteros portugueses desembarcaron en Massawa –hoy Eritrea- al mando del Cristóbal de Gama, hijo de Vasco de Gama, para apoyar al emperador etíope Gäladewos. Finalmente, Ahmad Graññ murió en la batalla de Zäntära (Wäynä Däga). La guerra terminó ahí, pero ambos estados quedaron tan debilitados que los oromo, belicosos nómadas, aprovecharon para penetrar y ocupar nuevas tierras antaño cristianas y musulmanas. De hecho, el sucesor de Ahmad Grañ, el amir Nur, rodeó la ciudad de murallas para contener los ataques de los oromo. Empezaba así una larguísima decadencia que la llevaría a perder su independencia a finales del XIX, cuando primero se convirtió en colonia egipcia y luego fue anexionada por Menelik II.

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Makina Guirguir.

Lo bueno de Harar es que la mayoría de los puntos de interés se concentran en la medina amurallada, llamada por los lugareños jugol. El corazón de la ciudad es la plaza de Faras Magala (Mercado de caballos), presidida por la iglesia de Medhane Alem, levantada tras la conquista de la ciudad por los etíopes, en 1887. Desde allí parten las tres arterias principales de la ciudad: la primera, ancha y rectilínea como una cicatriz que desentona con el resto de la medina, Andeña Menged, parte hacia el oeste, donde se abre la fea Puerta del Duque; la segunda, Amir Uga, serpentea hacia el este, el barrio en que se encuentra la mezquita principal; y la tercera, la encantadora Makina Guirguir, llamada así por el ruido de las máquinas de coser de sus numerosos sastres, nos dirige hacia la explanada de Guidir Magala.

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Callejuelas de la medina de Jugol.

Guidir Magala es el mercado más antiguo de la ciudad, fundado probablemente en el siglo XIII. Fue remodelado por los italianos durante su ocupación de Etiopía, construyendo una mezquita y los dos edificios centrales del mercado cubierto. Además de todo tipo de productos básicos del día a día, pudimos ver puestos de venta de khat, la famosa planta cuyas hojas se mascan por sus efectos estimulantes. Su consumo es muy popular en esta zona de Etiopía, pero también en Yemen, Yibuti y Somalia.

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Qubbi del Emir Nur.

Cerca de Faras Magala está el qubbi (tumba cupulada) del emir Nur, constructor de la muralla de la ciudad y bravo soldado que intentó, infructuosamente, continuar la yihad de su antecesor, Ahmad Graññ. En el pequeño patio hay una mezquita abierta y varias tumbas. Conviene hacer una breve advertencia: aunque la mayor parte de los musulmanes de la ciudad veneran a los santos, se debe tener en cuenta que no se parece en nada al sufismo de otros países como Turquía, en el que se puede contemplar a los derviches danzantes en algunos tours turísticos. En Harar esto no sucede, así que debemos pedir permiso para acceder a las mezquitas o para participar en cualquier ritual. Si se nos niega, lo mejor es no insistir, sonreír y continuar hacia otro sitio.

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Uno de los minaretes de la mezquita Aljama.

Volviendo a Amir Uga, en ella se yerguen los dos minaretes gemelos de la mezquita principal de la ciudad. El acceso a su interior siempre debe hacerse pidiendo permiso, y se puede pedir una pequeña propina. Cerca se halla la única iglesia católica de la ciudad, un modesto edificio oculto entre otras casas. En la misma calle podemos visitar el centro cultural harari, que es en realidad una exposición permanente sobre una casa tradicional.

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Fachada del Centro Cultural Rimbaud.

En las callejuelas que dan a Makina Guirguir encontramos dos interesantes edificios habilitados como museos. El primero es el centro cultural Rimbaud, ubicado en la antigua casa de un comerciante hindú, donde se ha habilitado un museo sobre la estancia del genial poeta francés en la ciudad. En realidad, de su tiempo en Harar (1880-1891) sólo se conservan algunas fotos y un puñado de cartas, ya que Rimbaud vivió dedicado al contrabando de armas y el comercio de café, abandonando la poesía. El otro edificio es la casa donde vivió Haile Selassie, el último emperador etíope, una espléndida casa donde hoy se conserva la biblioteca más importante de la ciudad y numerosos objetos culturales harari.

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Casa de Haile Selassie.

La Puerta del Duque marca el comienzo de la ciudad nueva, ubicada al oeste y planificada por los italianos. Organizada a partir de la gran avenida de Charleville –en homenaje a la ciudad natal de Rimbaud-, esta zona de la ciudad gustará a quienes les interese la arquitectura modernista italiana colonial. Merece la pena ver la estatua ecuestre de Ras Makonnen, en la plaza central.

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Estatua de Ras Makonnen.

Las murallas merecen en sí mismas una visita. Con sus 3.342 metros de longitud, abarcan 48 hectáreas de terreno. Se conservan bastante bien, e incluso las cinco puertas originales han superado el paso del tiempo, aunque con restauraciones. Las cinco puertas originales son: Assum Bari, orientada hacia la Meca; Argob Bari, hacia el este; Suqutat Bari, hacia el sureste; Badro Bari, hacia el sur y Asma’adin Bari, también conocida como de Shewa porque de ella partía el camino hacia esa región. Entre las puertas de Argob Bari y Suqutat Bari se encuentra el curioso santuario de Sheikh Ansar Ahmed, incrustado en el tronco de un sicomoro. No lejos de él se encuentra el lugar donde, al atardecer, el hombre hiena da de comer a esos animales carroñeros.

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Santuario del Sheikh Ansar Ahmed, junto al lugar del hombre hiena.

Si hemos completado la visita de estos lugares, que no debería llevarnos más de un día, podemos disfrutar del resto de la vieja medina. Harar tiene 82 mezquitas entre sus muros, y no, no es una exageración; de hecho, los harari afirman que llegó a haber 99, una por cada nombre de Allah. A este altísimo número de mezquitas habría que añadir otro tanto de santuarios y tumbas de santos sufíes. Recomiendo al viajero que se pierda, sin rumbo fijo, por las callejuelas de Harar. En unas conocerá el silencio, mientras que en otras será molestado por grupos de niños que le seguirán hasta que se cansen. Fíjese en los detalles de los tejados para diferenciar las mezquitas, busque las casas tradicionales que se pueden visitar y maravíllese con sus ricos interiores. Y, por supuesto, no se vaya de la ciudad sin probar el café que le ha dado fama.